C
No había sido el primer otoño, pero en algún momento había considerado recordarlo de esa manera.
Ahora todo parecía tan lejano, como si se hubiese tratado del eco de alguna vida pasada o el recuerdo evanescente de un cuento que solían contarme en la niñez. Poco a poco los interminables caminos de oro comenzaban a revelar las baldosas inanimadas que aquellas mentiras doradas trataban de cubrir. Las hogueras que prometían arder para siempre sucumbían naturalmente por el paso del tiempo (como todas las promesas) dejando al desnudo las ramas vacías que ya no encontraban sentido en su existencia y se resignaban a servir a la voluntad del viento.
Los días cada vez más cortos se hacían cada vez más largos cuando me confinaba a la claustrofóbica soledad de mi habitación, tratando de encontrar rastros de aquella estación que paulatinamente se escondía tras el horizonte de ese cielo familiarmente gris. Mientras las aves preparaban sus alas para volar hacia nuevas tierras yo hundía mi rostro en la almohada y emprendía viajes en busca de vestigios de sus secretos nicotinados o de sus suspiros cálidos, más reminiscentes a la primavera que al otoño. Pero aquellas búsquedas eran inútiles, después de todo eran santos griales que solo habían existido en mi imaginación. Debía conformarme con llenar mis pulmones del aliento helado del invierno, sentir cada una de las agujas cristalinas atravesando mi nariz, clavándose en mis pulmones, borrando mi memoria.
La época más fría del año había irrumpido antes de lo esperado, adelantándose a su solsticio... y yo era la única que se había dado cuenta.
Sin embargo ni las bajas temperaturas, ni las noches más largas me preocupaban tanto como la idea que seguía rondando mi mente; para el otoño era otro año, igual a los anteriores, irrelevante, motivado por la obligación moral de prepararnos a nosotros, a mí, el resto de los mortales, para un invierno inevitable.
Quisiera pensar que fue un poco más que eso...